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La
adolescencia

ha tenido siempre mal cartel. La literatura la ha descrito en novelas y relatos
como una “edad difícil”, “tormentosa”, “crítica”, sin reparar que hay otras
etapas de la vida que son mucho más difíciles, tormentosas y críticas que ella.
La crisis del adolescente está, simplemente,
en que se le trata como a un niño y se le exige como a un adulto.
Ya no
es niño, pero todavía no es adulto. Está en una tierra de nadie, y ahí reside
su dolor.

A
los padres nos resulta difícil afrontar la adolescencia de nuestros hijos porque
ser padre de un niño es fácil: se le manda “ven” y viene, “sube” y sube, “baja”
y baja, más o menos obedece inmediatamente. Pero ser padre de un adolescente
es, al menos, incómodo y arduo. Si al adolescente le decimos “ven”, puede respondernos
“espera”; si le ordenamos “sube”, es casi seguro que nos diga que esperemos;
si le mandamos que “baje”, podemos encontrarnos con la sorpresa de oírle decir
“no me da la gana”. Este es el drama de la relación padres-hijo adolescente.

No
nos acordamos de cómo éramos cuando atravesamos la adolescencia. Y eso es una
laguna que acarrea muchos errores como se verá más adelante.

La
raíz de esta situación real que todos los padres conocemos, reside en que olvidamos
que la adolescencia es una época de tránsito, en la que hay que trabajar conjuntamente
con el hijo para ver qué es lo que permanece de cuanto se hizo, se conquistó
y se tuvo en la infancia y qué es lo que hay que cambiar porque lo pasado ya
no vale en su totalidad.

Desde
cierta perspectiva podemos pensar que la adolescencia es el final de un largo
camino en cuanto que en ella tiene lugar la culminación de las identificaciones
(querer ser como…) que ha hecho el hijo con las figuras del padre y de la
madre.

Pero,
fundamentalmente, la etapa adolescente es una encrucijada, un cruce de caminos,
un momento de toma de decisiones de cara a las nuevas etapas evolutivas. Por
eso mismo tiene la doble vertiente de ser una “síntesis” de todo lo anterior,
una “revisión” de cuanto hay que mantener y lo que conviene cambiar, así como
una “plataforma” desde la que lanzarse hacia el futuro para no quedarse infantilizado
en el pasado sino para seguir creciendo con miras al futuro.

Este
cruce de caminos puede verse explicado a través de cómo evoluciona un sentimiento
tan básico como es el del miedo que se experimenta a lo largo de toda la vida,
aunque con contenidos muy diferentes en cada etapa evolutiva. En el adolescente
el miedo se centra en su temor al ridículo, así como la búsqueda de su identidad
se centra en dar sentido a su vida mediante la respuesta a las preguntas claves
que sintetizan lo que ha de hacer a partir de ahora. El adolescente se siente
y percibe como un “ser limitado”, pero ello no le quita el deseo de superarse
y crecerse. En la etapa posterior -la juventud- su narcisismo o amor desmesurado
a sí mismo le empujará a afirmar su autonomía y luchar por una mayor independencia
y libertad.

Ante
esta realidad, tenemos que plantearnos cómo ayudar a nuestro hijo en esa encrucijada.
Facilitarle los medios para que pueda conocerse, no imponerle un camino para
el que no está dotado, hacerle ver su propia realidad sin idealizarse ni idealizar
lo que desea hacer. Acertar en este terreno, saber qué hacer en la vida, dar
sentido al futuro incierto, son requisitos para evitar que caiga en sentimientos
de inadaptación, tedio, desconsuelo o fracaso que de manera más o menos directa
le lleven a buscar evasiones destructivas como puede ser, entre otras, el consumo
de las drogas.

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