El objetivo es conectar con la enferma (o enfermo) para contribuir a que reaccione y se cure.
Es un proceso largo de curación. Hay que estar
preparados para ello. Puede durar tres, cuatro, seis, ocho o más
años. Alguna enferma ha reaccionado y ha empezado a comer
normalmente después de doce años de dejar de hacerlo. Comer no
es más que el principio de la curación. Además de la
recuperación del peso y de la normalización alimentaria hay que
corregir las secuelas psíquicas. Puede haber retrocesos, crisis,
hospitalizaciones…
La dirección del proceso debe confiarse al psiquiatra.
Él requerirá y dirigirá la colaboración de un equipo
multidisciplinar. Quizá encomiende la psicoterapia a un
psicólogo. Es importante poder contar con endocrinólogo,
ginecólogo, analista, y es fundamental el papel del
nutricionista, que hará o mandará hacer -en diálogo con la
propia enferma- los menús concretos a los que ésta y sus padres
habrán de atenerse, una vez así objetivados.
No hay que culpabilizar a la emferma ni culpabilizarse,
aunque ahora se caiga en la cuenta de los errores cometidos.
Ahora se cometerán otros, pero no hay que preocuparse cuando ya
haya ocurrido -no conduce a nada bueno-, sino ocuparse en acertar
en los pasos siguientes.
Si se enferma de ansiedad debido al problema de la
hija, como es frecuente que le ocurra especialmente a la madre,
hay que ponerse en tratamiento e intentar, aún más, controlarse
para poder ser una ayuda para la hija enferma. Y hay que cuidar
de no desatender a los otros hijos; que no vean
favoritismos, ni olvidos, sino esmero en que su hermana enferma
sea normal como ellos. Así se les evitarán traumas psíquicos a
ellos y que la enferma vea premiada su enfermedad y la mantenga.
Los grupos de autoayuda y los grupos psicoterapéuticos
de padres y otros familiares son muy útiles, no sólo porque
hacen sentirse mejor a los propios padres, sino, sobre todo,
porque favorecen la curación de la hija enferma, al
proporcionarles a sus padres fortaleza psíquica, normalización
y conocimientos para ayudarla a curarse.
Paciencia, sensibilidad, inteligencia, firmeza, dentro
del amor, que se supone, pero que hay que exteriorizar en
afectividad, es lo que se requiere para captar los mensajes
indirectos. Lo que la enferma no expresa con palabras, porque
así no quiere, ni sabe, ni puede expresarlo. No hay que
desaprovechar esos mensajes sin palabras. Ese dejarse ver, esa
presencia, dicen mucho de su petición de ayuda, de que se le
diga otra vez lo que rechazaba de palabra.
Que siempre sea verdad lo que se les diga. Esto es
fundamental. Y lo que se les promete se debe cumplir siempre. No
hay que prometer nada que no se deba o no se pueda cumplir. Sólo
faltaría aumentar su desconfianza, su inseguridad y su
falseamiento de la realidad.
Jamás hay que decirles que es necesario que engorden para curarse para
curarse, sino que deben recuperar parte de lo mucho que han
perdido, la parte que les lleva a la normalidad. Hay que
decírselo, así porque es verdad y porque les relaja algo del
agobio de la ansiedad y del enorme miedo obsesivo que les da
engordar.
En cada recuperación parcial de peso, hay que volver a
reforzarlas para que la soporten y no se desmoronen por ese miedo
a engordar, sino que la asuman e incluso la acojan como un éxito
personal y una base para esforzarse en subir otro peldaño
Con razones y afectos hay que ir consiguiendo que
corrijan todos sus pensamientos erróneos. A veces, para
desmontar una sola idea extraviada, habrá que estar hablando con
la hija durante horas. Y luego, volver a empezar.
Nunca tirar la toalla. Intentarlo siempre de nuevo. No
hay que dejarse superar por el agobio de la enfermedad de la
hija, ni por la sensación de incapacidad para afrontar la
situación. Será, si no, la enferma la que tome las riendas de
su problema y ahora del nuestro. Y se habrán invertido los
papeles. No hay que llegar a eso: el padre ha de hacer de padre.
Y la madre, de madre.
El padre tiene un papel importantísimo. Cuando sea
posible, cuando no falte, debe dirigir en casa el proceso de
liberación y autoafirmación de su hija. Lo que manda el médico en la consulta, hay que aplicarlo las veinticuatro horas del día, de todos los días, hasta la visita siguiente.
Estas enfermas han de recuperar peso para que empiece a hacer efecto la psicoterapia, como dicen con insistencia los
psiquiatras y psicólogos que saben; y esto requiere, desde el
primer mes, la serena firmeza de los padres para que coman. Hace falta un amor profundo y una inteligencia
lúcida para emplear esa necesaria serena firmeza tan lejana de
la impaciencia como del sentimentalismo sobreprotector, que tanto
daño pueden hacerles. No se les debe privar de la autoridad paterna, ni escatimar razones.
Sería sobreprotegerlas, permitirles no comer lo que el
médico les manda o dejar de mandárselo en casa, cuando llega la hora de la comida. La
conflictividad va cediendo a medida que van comiendo. Si el
primer día que le manda comer, cede el padre ante la reacción
irracional de la enferma, triunfa la enfermedad y es derrotada la
enferma. Si se mantiene firme el padre en mandarle que coma, la
enferma come algo y en la siguiente comida se resiste menos, y
cada vez se resiste un poco menos y come un poco mejor, cada vez
con menos conflictividad, porque la realimentación las empieza a
curar. No hay que ser perfeccionista y renunciar a que coman si
es disgustadas al principio.
El límite está en que no hay que meterle la comida en
la boca a la enferma: hay que conseguir que sea ella la que coma
y eso cuando aún no puede ni quiere. Y lo que no está excluido,
sino requerido, es mandárselo. Si no da resultado, puede ocurrir
y, en realidad, debe ocurrir, como dicen los
especialistas que saben, que el médico ordene la
hospitalización y entonces les colocan la sonda y así las
alimentan aunque no quieran.
Es por no ser libres por lo que no quieren comer con
normalidad, por estar sometidas por la enfermedad. Ponerles la
sonda no es vulnerar su libertad, sino empezar a liberarlas del sometimiento a la enfermedad.
No son responsables de sus mentiras. Hay que decirles
que no son actos inmorales, porque ellas están enfermas. Lo
mismo que no son responsables de sus malos modos (muy frecuentes
con su madre), ni de sus ideas e intentos de suicidio. Siendo
verdad, hay que decírselo para sostener su autoestima y que no
se hundan en complejos de culpabilidad o, por el contrario, en la
permisividad de una conducta descontrolada.
El comportamiento autónomo y responsable de los hijos
es lo que es necesario fomentar, en especial, si están afectados
por estos trastornos. Recordando que el fín de toda educación es que toda persona se comporte bien y lo haga autónomamente, por que quiere libremente el bien.
Cultivar su autoestima hasta que la remonten es
esencial para su curación.
Deben seguir cumpliendo sus tareas cotidianas; no se
les debe privar de ellas; pero sí combatir la desviación que
puedan tener, sea hacia el perfeccionismo, o, en sentido
contrario, hacia la dejadez.
Tampoco hay que privilegiarlas en el trato respecto a
sus hermanos, o al que reciben sus amigas de sus padres. Nada de
sobreprotección; si la ha habido ya es hora de rectificar este
factor de riesgo y ahora de perpetuación.
Hay que procurar que no se aíslen, que no desconecten
y rompan con sus amistades. Son una ayuda muy poderosa. Porque el
aislamiento al que tienden por la depresión y por todo lo demás
es un nuevo factor agravante y perpetuador de su trastorno.
Y hay que conseguir que dejen de girar sobre sí mismas,
autodestruyéndose cada vez más, sufriendo, haciendo sufrir y
sufriendo por ello. Que no reduzcan ya más la belleza al cuerpo
y el cuerpo a la delgadez. Que piensen que ser bella es ante todo
ser una bellísima persona. Que se olviden de sí mismas y
sean felices. Hay que decirles todo eso y que coman con
normalidad. Decírselo en todas las formas y con todas las
razones posibles.
Lo que dé resultado en cada momento para que reaccionen por
sí mismas. Suplicárselo, rogárselo, ordenárselo o pactar con
ellas. Apelar a lo personal y a lo familiar y social; a lo humano
y a lo divino.
Lo religioso ayuda poderosamente. Hay que rezar y rezar
con ellas, cuando esto es posible, cuando hay fe religiosa.
Hay que prepararse para convivir con la enfermedad, si
no mejoran, si no se curan y se hacen crónicas, a lo máximo que
se puede aspirar es a que no empeoren más, a cuidados paliativos
dentro de la enfermedad, aceptando todo lo que la enfermedad trae
consigo, y aceptando su cronificación. Las
recriminaciones empeoran la situación; y en cambio el afecto y
la conllevancia, el llevarse bien, la mejoran. Y al final hasta
pueden entrar en vías de curación, a veces inesperadamente. Siempre hay luegar para la esperanza y hay que procurara que no se cronifiquen por no luchar.
FUENTE: ASOCIACIÓN CONTRA LA BULIMIA Y LA ANOREXIA NERVIOSA DE NAVARRA