Glaucoma
El problema más grave del glaucoma es que no da grandes señales hasta que la situación ya no tiene revés.
Según los últimos informes, en los países desarrollados es la segunda causa de ceguera y afecta al 2% de las personas mayores de cuarenta años.
Aunque el tipo más frecuente se da a partir de esta edad, también puede afectar a gente más joven. En España se estima que casi un millón de personas lo padecen. En el ojo, entre la córnea y el cristalino, hay un líquido transparente (el humor acuoso) que se renueva constantemente y que tiene por misión la limpieza y lubrificación del órgano.
Si los canales de salida de este líquido se bloquean parcial o totalmente, se dificulta la eliminación del humor. La acumulación de líquido, que no deja de producirse, produce un aumento de la presión interior del ojo.
Este aumento de la presión interrumpe el flujo de sangre al nervio óptico, que se acaba quedando sin riego. A partir de este momento, no hay forma de que las imágenes que llegan hasta la retina sigan su recorrido natural hasta el cerebro. Los ojos miran, pero no vemos.
El proceso y sus posibles síntomas
El glaucoma comienza de forma imperceptible, pese a lo cual va lesionando las estructuras del ojo de forma irreversible hasta llegar a producir la ceguera total. Sin embargo, aunque un poco tarde y sin una vinculación infalible, puede haber una serie de avisos.
Muchos de los enfermos antes de saber que padecían de glaucoma, sí que habían percibido la sensación de no tener nunca las gafas bien graduadas. Es bastante común que al diagnóstico le hayan precedido varios cambios bastante frecuentes de lentes. También es posible que tengan dificultades para adaptar su visión en lugares donde hay poca luz o problemas para enfocar la vista ante objetos que se encuentren muy próximos.
El último de los posibles síntomas es la pérdida de visión lateral; sólo se tiene la impresión de que se ve bien cuando se mira al frente. El glaucoma puede empezar a formarse tras un golpe en los ojos o, en algunos casos, ser hereditario, de modo que estos factores también deben ser considerados si se sospecha que se padece el mal.
El diagnóstico a tiempo
El proceso de formación puede durar años, por lo que el pronóstico final depende de la rapidez con que se consiga diagnosticar la enfermedad. Lo aconsejable es acudir frecuentemente a una revisión ocular y, a partir de los cuarenta años, pedir que le examinen la presión ocular, que no tiene nada que ver con la arterial.
La toma de la tensión ocular es un proceso rápido e indoloro. El oftalmólogo, que puede haber anestesiado levemente el ojo, toca con mucha suavidad y durante muy poco tiempo la superficie del órgano con un tonómetro.
Si el resultado del examen dice que la presión es alta debe empezar a someterla a control para evitar que siga subiendo. En este caso, además, ya hay que comprobar cuál es el estado en que se encuentra el nervio óptico, para comprobar que no hay ningún daño que vaya a provocar pérdida de visión.
Actualmente no hay una cura para recuperar la vista que hemos perdido. Sin, embargo sí se puede parar la progresión de la enfermedad. El tratamiento suele ser a base de gotas, pero en casos excepcionales, hay que intervenir quirúrgicamente para abrir los canales y dar salida al líquido acumulado entre el cristalino y la córnea.