La mayoría de las personas tenemos una “lectura” de la realidad dividida en dos partes.
Una corresponde a una visión más o menos objetiva de lo que pasa en nuestro entorno; la otra, a nuestros deseos, frustraciones y anhelos, más que a la realidad misma.
A veces vemos lo que queremos ver, no lo que hay en la realidad, esta percepción matiza gran parte de nuestra vida sin que nos demos cuenta de manera consciente.
En la elección de la pareja esto es muy frecuente que ocurra. Veamos. Cuando niños tenemos a nuestros padres (o a quienes ejerzan su función), ellos se vuelven modelos de identificación por ser los primeros seres con los que tenemos contacto estrecho y vital. Se vuelven el “norte” de nuestra brújula, nuestro referente obligado.
Así comenzamos la búsqueda posterior de nuestra pareja, ya sea por afinidad a nuestro progenitor del sexo opuesto, o por escapar de sus características no deseadas. O bien, existe una mezcla de estas dos tendencias -cabe señalar que la homosexualidad no está excluida de estas referencias psicológicas, sino por el contrario, corrobora el papel de la identidad sexual con el progenitor aunque sea del mismo sexo, por encima de la misma condición genética.
Cuando uno imagina a su pareja le atribuye justamente todo lo que uno quisiera tener, o mejor dicho, todo lo que a uno le falta. Si la persona se sintió rechazada en su infancia, buscará quién le ponga atención y la acepte, por lo tanto tendrá que encontrar a una persona amorosa, que valore sus cosas, que la atienda, que sepa escuchar, en el mejor de los casos; pero desgraciadamente ocurre con mayor frecuencia que, de manera enfermiza, la persona rechazada se queda “anclada” en una necesidad de resolver los conflictos de su infancia y no puede salir de ellos.
Esto hará que en su vida adulta reproduzca los modelos de relación afectiva que vivió en el pasado, y que busque en su pareja o sus parejas quien, al igual que en sus recuerdos y sus fantasías, actualice esos mismos esquemas. Estará entonces al lado de personas que la rechacen, que no la escuchen y que la hagan sentir mal; esto sería lo que llamamos una conducta neurótica.
De hecho, es posible que se configure toda una personalidad alrededor de este esquema, que se convierta en una persona amable en exceso que jamás pueda decir “no”, por temor al rechazo, que se sienta atraída justamente por quien “no la pela”, convirtiéndose así en una esclava de su pareja, quizá con la fantasía de que al ser aceptada en el presente, resuelva su conflicto del pasado.
Hay que apuntar que una persona como la del ejemplo que manejamos, no necesariamente tuvo que haber tenido en la realidad a unos padres que la rechazaron: ella puede haberlo interpretado de esa manera, aunque sus padres hayan sido amorosos, y eso depende de muchos factores muy subjetivos. Aquí la importancia radica para el psicoanalista en cómo la persona interpreta su pasado, no en lo que realmente pasó, puesto que finalmente se actúa en la vida no en base a lo que uno es, sino a lo que uno cree que es.
Con la contraparte de la pareja pasa exactamente lo mismo. Siguiendo el ejemplo: alguien manipulador, narcisista, buscará a una pareja que no le haga sombra, que obedezca y que aguante sus desplantes de rechazo. Pongámoslo más esquemático, en el caso de la pareja sado-masoquista: uno disfruta pegando y el otro que le peguen. Lo que no saben es que el rol agresivo muchas veces está escondido justamente en la pasividad.
Es una fantasía popular creer que la mujer, por sus características intuitivas y perceptivas, elige finalmente al hombre como pareja. Esto es falso. No existe una regla ante la complejidad de las relaciones afectivas.
Veamos descriptivamente algunos ejemplos de conductas alegóricas en las parejas:
Las parejas que compiten.
Son las de actualidad, ella trabaja igual que él, se pelean por quién pone más o menos dinero en casa, compiten a ver quién comete menos errores y se los echan en cara mutuamente. No pueden dejar ocasión para recriminarse “…si tú te vas con tus amigos, por qué no puedo salir yo con los míos”… “te preparé la cena ayer, te toca a ti”, “…sí, ya sé que anoche estabas muy cansada… pero me debes una”.
Esta es una pareja que sufre un gran desgaste en la vida, aunque suele irles bien económicamente hablando, por lo competitivo.
La pareja dispareja. Nadie, mucho menos ellos, entienden por qué están juntos. A ella le gusta ir al cine y él prefiere quedarse viendo la televisión; ella es sumamente ordenada y él es un des… papaye; a ella le gusta la buena cocina, pero se la tiene que comer sola porque él prefiere una hamburguesa. No están de acuerdo en nada y se viven peleando y quejando ante los demás el uno del otro. Este tipo de parejas suele romper abruptamente, o en menor proporción vive enfermizamente toda la vida.
La pareja imaginaria.
Alguien de los dos vive con la idea equivocada del otro, vive con una ilusión, con un espejismo: “…no es que Pedro no quiera a los niños, es que tiene mucho trabajo”, “…si me dejó plantada con la cena es porque seguramente le salió algo importante en la oficina y se tuvo que quedar trabajando el pobre”, “…no es que me prohíba hacer algo, lo que pasa es que se preocupa mucho por mí cuando salgo sin él”. Vive con un ser imaginario que sólo existe en su fantasía, ya que la realidad es dolorosa para verla y aceptarla.
La pareja complementaria.
El la menos común de todas, existe un principio de armonía generalizado en donde ambos colaboran en un proyecto común aportando la energía, el afecto y los recursos de que dispone cada quien. Fundamentalmente, está libre de ansiedades patológicas y es como dice Pablo Milanés: “…no es perfecta, más se acerca a lo que yo simplemente soñé”.
Una utopía, un ideal, es posible… pero vale la pena trabajar por ello, ¿no cree?