El Matrimonio en forma canónica.
Los matrimonios entre católicos celebrados en forma civil -o mejor, los matrimonios entre personas obligadas al matrimonio canónico que se celebran en forma civil- según lo anteriormente dicho son nulos, es decir, ante la Iglesia se consideran inexistentes. Ante la Iglesia no tienen la consideración de matrimonio. Estas afirmaciones pueden parecer demasiado duras, quizá poco consideradas para la realidad de la situación del mundo actual y para las legítimas aspiraciones de tantas personas que no practican su fe. Especialmente si se considera que quienes acuden al juez o a la autoridad civil para contraer matrimonio, expresan un consentimiento matrimonial. Merece la pena detenerse en este punto.
Ciertamente, quienes acuden al juez -o a la autoridad correspondiente- con el deseo de contraer matrimonio, pueden expresar un consentimiento verdaderamente matrimonial. Muchos de los que van al juzgado desean contraer matrimonio, desean verdaderamente casarse. En los cánones 1059 y 1117 no se niega esta realidad: no hay por qué dudar de la voluntad verdaderamente matrimonial de quienes acuden al juez, y el Código de Derecho Canónico no la pone en duda. Lo que hace el Código de Derecho Canónico es privar de eficacia matrimonial a la expresión del consentimiento, si no se hace en la forma debida: ambos contrayentes pueden contraer verdadero matrimonio, pero se les pone una condición, que expresen su consentimiento en la forma debida. En otro caso, no contraen verdadero matrimonio.
¿Por qué lo hace? ¿Por qué quiere el derecho canónico que los matrimonios se contraigan en forma canónica, o dicho de otro modo, por qué quiere la Iglesia que los católicos se casen por la Iglesia? Explicarlo con detalle excede el propósito de este artículo, pero se puede apuntar que existe una razón de atribución de competencias. Es razonable que la Iglesia regule las relaciones jurídicas de los miembros de la sociedad eclesiástica, y los bautizados lo son. Y si ha de regular tales relaciones -entre las que se cuenta evidentemente el matrimonio- es normal que se incluya la regulación de las solemnidades requeridas para dotar de eficacia jurídica a los actos de las partes, es decir, la forma en que las partes han de realizar los actos jurídicos. Dicho de otro modo, la Iglesia puede -y debe- regular el modo de realizar actos jurídicos sacramentales por parte de los católicos, y no puede -y no lo hace- regular aquello en lo que no tiene competencias.
Con un ejemplo se entiende mejor. Los católicos han de acudir a la Iglesia si quieren casarse, de la misma manera que los ciudadanos han de acudir a la legítima autoridad de su nación -en muchos países es el notario- si quieren otorgar testamento. O han de acudir a la legítima autoridad -el juez- si quieren presentar una querella penal. Y el testamento otorgado ante una autoridad distinta de la prevista es considerado nulo por el Estado, o la querella presentada ante quien no es juez no produce efectos jurídicos: en ambos casos el Estado los considera no existentes, aunque el testador exprese verdaderamente su última voluntad, o el injuriado aporte las pruebas del delito. Este principio se puede aplicar al matrimonio: la Iglesia considera que el matrimonio celebrado ante autoridad distinta de la prevista es nulo, aunque los contrayentes hayan expresado una verdadera voluntad de contraer matrimonio. No se niega la voluntad de producir el deseado efecto jurídico, y la declaración en sí misma es capaz de producirlo, pero se ha hecho ante la autoridad inadecuada.
La obligación de contraer matrimonio en forma canónica, por lo tanto, se debe enfocar desde el punto de vista de la competencia de la Iglesia para los católicos en asuntos de naturaleza espiritual. No se ha de interpretar como una imposición a los bautizados, o menos como un abuso de la Iglesia con los que fueron bautizados en contra de su voluntad, o que no practican la fe. El Estado tampoco se impone a los ciudadanos cuando exige ciertas formalidades a los ciudadanos para otorgar testamento o presentar querellas penales. Ni son un abuso tales exigencias con los ciudadanos que reniegan de su nación, o no desean ser ciudadanos de su país: estos ciudadanos, aunque renieguen de su nación, acuden al notario para otorgar testamento, a menos que quieran que sus herederos se encuentren en serias dificultades para recibir su herencia. Piénsese, además, que la Iglesia exime de la forma canónica a los bautizados que se hayan apartado formalmente de su fe. En esto la legislación canónica es más benévola que la de los Estados en los ejemplos que se consideran.
La Iglesia, por su parte, no obliga a los católicos a ser buenos católicos para contraer matrimonio: los fieles están obligados a ser buenos católicos, pero no por casarse por la Iglesia, sino por ser católicos. El casarse por la Iglesia no añade ninguna obligación a los católicos. La naturaleza del matrimonio es la misma para los católicos y para los no católicos. Igual que las personas están obligados a ser buenos ciudadanos, pero no adquieren ninguna obligación al respecto por otorgar testamento o presentar una querella criminal.