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Cuando somos niños tendemos a agruparnos con la gente de nuestra edad en un ambiente uniforme en el que todos estamos bajo las mismas reglas.

La vida es más despersonalizada y somos más anónimos. Nuestras diferencias personales no son tan evidentes porque tampoco tenemos una conciencia muy desarrollada de qué somos en realidad. Esto ocurre porque en esta etapa nos identificamos con el grupo y nuestra identidad compartida, colectiva, nos hace sentir seguros.

Podemos pensar sobre nosotros y nuestra relación con el mundo externo pero no somos capaces de pensar propiamente sobre nosotros mismos, mirar en nuestro interior.

Cuando crecemos y llegamos a la pubertad, el grupo se ha ido dividiendo en subgrupos, y la relación entre los individuos es más personal. Necesitamos tener una existencia diferente a la del resto, propia y única, donde integremos nuestros gustos, valores y deseos.

Nuestro pensamiento se ha desarrollado y hemos descubierto nuestro <> frente al <>. Ha aparecido el “pensamiento reflexivo” mediante el cual somos capaces de pensar sobre nosotros mismos, ahondamos en nuestra personalidad y tratamos de encontrar qué es lo que nos diferencia del resto. Estamos descubriendo nuestro mundo interno.

Por ello nos relacionamos más con determinadas personas, llegamos a una mayor intimidad. Estamos encontrando lo que somos y buscamos a gente con características similares para que las ideas que nos van surgiendo se fortalezcan mientras rehuimos la multitud, esa igualdad que, ahora estamos descubriendo, no es cierta.

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