Un duro golpe. En la mayoría de las parejas ancianas un individuo deberá de enfrentarse a la pérdida del otro. En la mayoría de las ocasiones es la mujer la que debe pasar por esta prueba, ya que su longevidad es mayor.
Tanto para un sexo como para el otro, los primeros meses después de la muerte del cónyuge son los peores.
El principal vínculo social, emocional y físico ha desaparecido.
Se pierde a un amigo, a un amante, se interrumpe la cómoda rutina de la vida diaria, se recibe, en muchos casos, menos ingresos, y se pierde el rol de cuidador que se estaba desarrollando (sobre todo en el caso de las mujeres).
Puede que muchas de las actividades que se desarrollaban pierdan su valor: ir a pasear, preparar la comida, ir a bailar..., lo que puede producir un malestar psicológico añadido a la tristeza que ya se tiene.
Hay un riesgo de que en los meses posteriores a la muerte del cónyuge, la persona que sobrevive desarrolle ciertos trastornos psicológicos o físicos, pudiendo llegarse incluso al suicidio o a la muerte natural.