– Las relaciones de buena vecindad sólo exigen corteses intercambios de saludos cuando nos crucemos o de breves frases en el ascensor.
No obstante, esta relación puede ir a más si verdaderamente estamos seguros de que la otra parte lo desea también.
En estos casos, la percepción de una mínima resistencia a nuestros avances debiera bastar para hacernos desistir de nuestros propósitos.
Las visitas mutuas serán la consecuencia de esta amistad, pero no perdamos de vista el hecho de que nada nos autoriza a imponer nuestra presencia a los amigos, sobre todo si éstos viven puerta por puerta con nosotros.
La amistad no puede ser la excusa para presentarnos sin previo aviso y a llamar a la puerta de quien probablemente prefiera estar solo.
– Si tienes previsto dar una fiesta y te crees en la obligación de invitar a tus vecinos, más por una cuestión de buena vecindad que por auténtico deseo de contar con ellos, no cometas la grosería de traslucirlo.
Las invitaciones nunca deben hacerse con la boca chica, es decir, dando a entender que se tiene la secreta esperanza de que la invitación no ha de ser aceptada. Es una grosería, y en este caso más vale abstenerse de efectuar la invitación.
– Si durante las vacaciones hemos tratado con los vecinos, no olvidemos despedirnos antes de volver a nuestro lugar de residencia y ofrecer nuestras señas, así como agradecer esos pequeños favores que suelen hacerse en verano: la manguera prestada, la tarde que los niños pasaron en su casa, el teléfono que nos dejaron usar, los recados que nos cogieron… Pensemos también en la conveniencia de comprar un pequeño obsequio en agradecimiento por sus atenciones.