En muchas épocas y culturas se puso en duda la condición humana de la mujer. Se usó y abusó de ella como un objeto cualquiera. Los hombres, en ciertas civilizaciones, no estaban convencidos de que la mujer fuera enteramente una criatura humana, y en el Concilio de Mâcon, en el siglo IV de nuestra Era, se discutió frenéticamente si acaso la mujer tenía alma, habiéndose resuelto la cuestión por una escasa mayoría.
Durante siglos fueron pocos los que cuestionaron la inferioridad de la mujer, incluso hubieron quienes suponían que el cerebro femenino era más pequeño que el del varón y su naturaleza más emotiva. En la Edad Media, los teólogos (todos ellos hombres) discutían incluso si las mujeres eran seres humanos -¿Tienen un alma, o eran más equiparables a los animales superiores, como los caballos y perros?-. Las mujeres mismas internalizaron estas actitudes y creían en ellas o las aceptaban (Waters, M-A., 1977, p. 87).
La Iglesia católica, que ejerció un poder omnímodo sobre el mundo feudal y constituyó la única institución educativa hasta los albores del capitalismo, fue la primera en predicar que la opresión de la mujer era algo natural, puesto que en el Génesis se dice que tiene que vivir sometida a la autoridad del hombre. Otro ejemplo, los Diez Mandamientos del Antiguo Testamento no se refieren, en realidad, más que al hombre, mencionándose a la mujer solamente en el noveno, confundida con los criados y los animales domésticos.
Según el cristianismo, la mujer dependía del hombre no sólo porque fue creada de una de las costillas de éste, sino también porque se hizo pecadora, corruptora que trajo todos los males a la Tierra, sobre cuyas premisas se fundamentaron las doctrinas misantrópicas de la continencia y la negación a la carne. La mujer estaba considerada como apóstol del diablo y como amenaza potencial para los intereses espirituales del hombre. De modo que, durante el auge del romanticismo y la caballerosidad hacia la mujer, se cometieron discriminaciones tan brutales como el uso del cinturón de castidad. Los romanceros dan cuenta de que los caballeros, antes de partir a las cruzadas, dejaban a sus mujeres en los conventos por razones de honor.
Las mismas instituciones, encargadas de tender un manto negro sobre la sexualidad femenina, se encargaron de pregonar la idea de que la mujer decente no tenía sensaciones de placer sexual y que su órgano genital era un orificio oscuro y sucio, que no debía mirarse ni tocarse.
El celibato, como requisito fundamental para el sacerdocio, era sinónimo del desprecio por el cuerpo y el sexo. La Iglesia católica impuso a sus feligreses una vida de abstinencia de las relaciones sexuales, puesto que en los tiempos paganos de la antigüedad se consideraba el celibato como algo más honroso que el matrimonio. Esta idea de pureza religiosa ha aumentado la tendencia a quitar valor al matrimonio y envilecer las relaciones sexuales, y ha llevado a que centenares de sacerdotes, monjes y monjas se esfuercen por llevar una vida de continencia; claro está, el dogma de la perenne virginidad de María, que representa ante todo un modelo eminente y singular de maternidad, ha perpetuado la idea de que las relaciones sexuales son inmundas. Una tradición católica y ortodoxa, de hace unos quince siglos atrás, sostiene que María fue siempre virgen, lo que significa que ella y José nunca tuvieron relaciones sexuales, y que los hermanos de Cristo, mencionados en la Biblia, eran en realidad primos. Esta idea consolidó la tradición del celibato para monjas y sacerdotes, aunque algunas investigaciones confluyen en señalar que los cuatro evangelios canónicos proporcionan evidencia concordante de que Cristo tuvo verdaderos hermanos y hermanas en su familia. Por cuanto se debe aceptar el claro testimonio bíblico de que, después del parto virginal de María, José llevó una vida conyugal normal con María y engendró otros hijos e hijas. Además, esta controversia indujo a la teología a reflexionar en torno a esa mentalidad tan arraigada entre los católicos: de que el placer es algo malo, que deteriora, y que es mejor el sacrificio. Que al cuerpo era mejor ofrecerle palos que placer.
Los reformadores del siglo XVI, quienes encontraron en Martín Lutero a su máximo exponente, rechazaron el celibato religioso y la concepción de que la mujer era un ser maligno. Empero, propagaron la retrógrada teoría de que la mujer estaba adecuada por naturaleza para una vida de servidumbre y sumisión, y que dentro de la familia debía obedecer a su marido, porque el hombre era la imagen y la gloria de Dios, y ella la gloria del hombre. La autoridad espiritual del marido manifestaba un colorido necesario: la inferioridad de su esposa. Esta inferioridad provenía de dos fuentes. En primer término, la naturaleza de la mujer la encuadraba dentro de una vida de sumisión. Las analogías biológicas eran populares como elementos de sostén de esta posición: los hombres eran la cabeza, el cerebro, las mujeres eran el cuerpo (Hamilton, R., 1980, p. 96).
Para la Iglesia, el matrimonio se trocó en el único sacramento capaz de dignificar a la mujer ante el hombre y la sociedad. Una mujer fuera del matrimonio valía tanto como una mujer que no podía traer hijos al mundo. J. J. Rousseau estaba también consciente de que el único lugar donde la mujer podía realizarse y existir como individuo -o sea, como ciudadana-, era dentro del contexto familiar. Por eso mismo, era costumbre que la mujer se case relativamente joven, y que, una vez desposada, se ocupe de los deberes del hogar y la educación de los hijos.
Desde la antigüedad, la mujer culta y dedicada a la vida profesional estaba vista como un ser indeseable, anormal y poco femenina; en cambio una mujer que vivía como ángel de la guarda del hogar, dedicada a la maternidad y la felicidad del marido, encajaba perfectamente en los cánones de la Iglesia. En primer lugar, la mujer debía ser devota, ya que si amaba y obedecía a Dios, amaría y obedecería también a su marido; y, en segundo lugar, la mujer debía cultivar la elegancia social y, sobre todo, la tolerancia, pues una mujer jovial, amable y de carácter afable -en especial para con el marido- evitaría toda violencia y furor.
Por otro lado, cabe añadir algunas líneas sobre la imagen creada por la religión católica respecto a la mujer detestable y la mujer venerable, puesto que ésta es una de las lápidas que más ha pesado sobre la mujer en el mundo cristiano, y, aunque los historiadores admiten que los primeros cristianos no adoraban ni veneraban a mujer alguna, se sabe que desde el esclavismo se identificó a las mujeres con dos arquetipos que representan lo malo y lo bueno. Es decir, con dos tipos de mujeres diametralmente opuestas: una es Eva, la otra María. La primera se asocia con la impureza, el pecado, la maldad y la sexualidad; en tanto la segunda se asocia con la pureza, la obediencia, la inocencia y la mediadora entre la Divinidad y la humanidad. Todo arranca de la creencia de que Eva escuchó a Satanás por medio de la serpiente y María escuchó a Dios en boca del ángel Gabriel. Eva fue expulsada del Paraíso por pecadora, condenada a ser dominada por el hombre y a parir a sus hijos con dolor; en tanto María, quien no recibió mancilla y concibió sin pecado original, fue declarada santa entre todas las mujeres. Así, Eva es la pecadora y María la purificadora, o como dice el refrán: la muerte a través de Eva y la redención a través de María.
Sin lugar a dudas, la sociedad patriarcal se aprovechó de estos valores ético-morales promovidos por la veneración a la Virgen María y su imagen, para conservar los valores tradicionales relacionados con los valores machistas de la sociedad, como ser la castidad, obediencia y sumisión; más todavía, estos arquetipos permanecen latentes en el subconsciente colectivo, puesto que se sigue nombrando a Eva cuando se trata de censurar la conducta de las mujeres que no aprecian la limpieza moral o se rebelan contra el sistema patriarcal en defensa de sus legítimos derechos.
Víctor Montoya
Rebelión
Víctor Montoya es escritor boliviano, residente en Estocolmo (Suecia).